Luego, el arte venció a la vida. Como nota su biógrafo Douglas Day, “...ocho años después [cuando escribió su novela Bajo el volcán]... el podría usar su visión de la belleza terrible de México, de la miseria en vistas de la majestad natural, de la verdadera ternura junto a la crueldad explosiva”.
Lowry forma parte de un desfile de escritores gringos y británicos que llegó a México en el siglo XX y luego escribió algo, una novela, un cuento, un poema, basado o en su experiencia o su observación. La lista de escritores es increíble. Incluye, entre otros a Stephen Crane, Jack London y John Reed; Katherine Anne Porter, Langston Hughes y John Dos Passos; John Steinbeck, Saul Bellow y Norman Mailer; D. H. Lawrence, Graham Greene y Somerset Maugham; Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs; Archibald MacLeish, William Carlos Williams y Charles Olson; Tennessee Williams, y Jane y Paul Bowles.
Antes, durante y después de escribir Travel Advisory, un libro de diez relatos que se ubican en México, leí obsesivamente la obra de los extranjeros en México. Perdí la cuenta, pero creo que alcanzaba alrededor de cincuenta textos. Y mi conclusión es que Malcolm Lowry era único.
Por tan impresionante que sea la lista de escritores, la verdad es que la mayoría no escribía su mejor obra en o sobre México. De hecho, la tendencia, con pocas excepciones, es caer en clichés y estereotipos cursis y obvios. Claro que Lowry no es el único grande que llegó. Pero puede ser que es el único que escribió un gran libro.
Si Bajo el volcán es un gran libro, sería por muchas razones. Pero creo que la diferencia entre Lowry y los demás, principalmente, es la manera en que él mira a los mexicanos, y cómo los pinta, con una compasión y una agudeza que falta a los otros. Como no hay espacio de hablar de todos los escritores, voy a tomar dos ejemplos, un inglés y un norteamericano, que cayeron en trampas emblemáticas. Luego pasaré a Lowry.
En la siguiente frase, uno de los narradores ingleses más importantes que llega a México, describe así a los mexicanos (la traducción es mía, y pido disculpas por mis fallas): “Salvajes, con la carne fluida e imposible de salvajes, y esta manera salvaje de disolverse en una masa negra y horrible de deseo”.
¿Existen mexicanos que estarían de acuerdo con esta descripción? ¿O acaso hay algún extranjero en México que tiene semejante impresión? Obviamente este cuadro de los mexicanos no corresponde a lo que cualquier persona en su sano juicio pensaría. Sin embargo tengo entendido que La serpiente emplumada de D. H. Lawrence está en el plan de estudios de casi todas las universidades gringas, en los departamentos de estudios latinoamericanos, estudios mexicanos, literatura inglesa, etc. Aunque sea un libro lleno de clichés y lugares comunes.
Espiritualmente descontento con una Europa que le pareció moribunda, Lawrence viaja a Nuevo México en 1922, pero los Estados Unidos, le parece previsible y sin alma. Entonces en 1923 llega a México con su esposa, donde se quedan unos siete meses con interrupciones. Publica La serpiente emplumada cuatro años después.
Una vez, él escribió, “Mi gran religión es una creencia en la sangre, la carne, como más sabio que el intelecto”. La serpiente emplumada ilumina aquella creencia, pero en una manera forzadamente grandilocuente, lleno de divagaciones e insoportablemente repetitiva. Lawrence, enamorado con su propia escritura, repite cada escena cuatro o cinco veces. Ninguno de sus protagonistas es un ser humano reconocible, más bien son portavoces acartonados de sus ideas sobre la religión, la política, la sexualidad. Pero su manera de caracterizar a los mexicanos ilumina un estereotipo predominante entre los escritores extranjeros, el del salvaje noble.
La serpiente emplumada cuenta de Kate Leslie, una viuda irlandesa de cuarenta años, que llega a México en plan de viaje. En el famoso primer capítulo, va a una corrida de toros que le causa tanta repulsión que sale pocos minutos después de que empieza. Vía una narración omnisciente o vía la boca de Kate, en los primeros tres capítulos Lawrence describe a México con los siguientes adjetivos: lóbrego, asqueroso, feo, duro, seco, sórdido, malvado, criminal, ignorante e inhumano.
Kate cree que México está controlado por gente que, sólo por ser mestiza, no tiene alma ni convicción. La gente indígena, los salvajes de la frase anterior, a pesar de que a Kate le parecen repugnantes, a la vez la atraen. Ella percibe que tienen una sexualidad profunda, oscura y misteriosa que a los anglosajones, lamentablemente, les hace falta. Ella se involucra con Ramón Carrasco y Cipriano Viedma, el líder y el asistente de un culto que quiere que México rechace la influencia de los conquistadores españoles y regrese a sus raíces indígenas. No queda muy claro cómo esto va a poder suceder, dado que Carrasco y Viedma pasan la mayor parte del tiempo ejerciendo nada más que rituales campestres que evocan a Quetzalcóatl, y recitando la poesía bastante prosaica de Lawrence.
La manera en que Lawrence comprende a los mexicanos es, visto por estándares contemporáneos, sumamente racista. La lista de adjetivos que emplea Lawrence para describirlos, inquieta y agota al lector de hoy: bárbaro, bestial, salvaje, animal, retrasado, como bueyes o con ojos de buey.
Sin embargo, Lawrence les regala a los salvajes una nobleza caracterizada por aquella sexualidad anciana, profunda y desde sus tripas. En el culto a Quetzalcóatl, las mujeres son totalmente serviles hacia los hombres, una posición que Lawrence aparentemente creía mejor que las costumbres de Europa de esta época, donde las mujeres ganaban independencia y poder. De hecho, al final del libro, uno cree que Kate va a encontrar la felicidad dejando su propia voluntad al poder sexual de Cipriano.
Tomando en cuenta este deseo Lawrentiano, cabe decir que Freida, la mujer de Lawrence, si no precisamente mandaba en la casa de ellos, no cantaba mal las rancheras. Algunos académicos que se especializan en Lawrence han escrito que sus varios elogios a la dominación masculina y la sumisión femenina fueron elementos que no existían en su propia vida.
Ahora voy a pasar a Jack Kerouac, de origen franco-canadiense, que creció en Massachusetts en la región nordeste de Estados Unidos conocido como New England. Él llega a México en 1950, después de dos años de viaje con amigos, zigzagueando por todas partes de los Estados Unidos, en una forma de protesta anárquica en contra de las costumbres conservadoras y represivas de la sociedad gringa en esta época de posguerra. El resultado de su travesía es la novela En el camino, publicada en 1957, en plena etapa de Eisenhower y McCarthy. Ha sido leída por cada generación que ha venido después como una llamada hacia la aventura, en favor de la libertad espiritual, en contra de la fuerte corriente materialista de los Estados Unidos.
En la novela, después de casi 300 páginas de vagar por todas partes, Sal Paradise, la contraparte ficticia de Kerouac mismo, describe su llegada a México así (otra vez, disculpen para mi traducción): “Atrás de nosotros había toda América y todo lo que Dean y yo conocíamos anteriormente sobre la vida, y la vida en el camino. Por fin encontramos la tierra mágica al final del camino, y nunca habíamos soñado con la gran extensión de la magia”.
Es muy instructivo examinar los elementos que constituyen la magia según Kerouac: “Era la hora de cambiar nuestro dinero.” Escribe, “Vimos montones de pesos sobre la mesa y aprendimos que más o menos ocho de ellos hacían un dólar americano. Cambiamos casi todo nuestro dinero y rellenamos nuestros bolsillos con los enormes fajos alegremente”.
Continúa: “Comprábamos tres botellas de cerveza fría... por más o menos treinta centavos mexicanos, o sea diez centavos americanos. Comprábamos cajetillas de cigarros mexicanos por seis centavos. Mirábamos y mirábamos a nuestro dinero mexicano maravilloso que nos alcanzaba tanto, y jugábamos con el dinero y mirábamos a nuestro alrededor y sonreíamos a todo el mundo”. En unas cuantas páginas Sal y sus cuates se aprovechan del tipo de cambio para darse el gusto de marihuana y prostitutas igualmente económicas.
No se habla mucho del tema en voz alta, pero con mucha frecuencia los escritores extranjeros que llegaban a México, padecían pobreza en sus propios países. Luego, en México se encuentran de repente, ricos. Los británicos tienen fama de codos y regatean por todo, pero en la literatura de gringos en México, la riqueza repentina es un refrán constante. William Burroughs, contemporáneo de Kerouac, escribe que un hombre podía vivir como príncipe por dos dólares al día en el Distrito Federal de los años 50. Cien años antes, John Lloyd Stephens nota que podía contratar a los mayas del Yucatán para llevar sus baúles desde Mérida hasta Chichen Itza, sobre sus espaldas, por el impresionante sueldo de nueve centavos al día.
Es importante notar que, aunque Kerouac es visto como un ángel de la independencia, vivía una vida muy marginada hasta que se publicó En el camino, cuando ya tenía 35 años. Vivía como vagabundo, no tenía ni un quinto partido a la mitad. Tenía que tener carácter fuerte para insistir en su libertad, pero ciertamente se sentía muy aislado en un país cuya cultura cree en la acumulación del dinero como el reto más importante.
En el libro, Sal y sus amigos se calman después de descubrir cuánto vale su dinero, y empiezan a turistear. Como no hablan español, ellos se ponen a adivinar los pensamientos y los caracteres de los mexicanos que conocen. A veces, sus ideas son deliciosamente ingenuas. Por ejemplo, de un policía en la calle, Kerouac dice: “Dios nunca regaló a Estados Unidos policías así de bonitos. No sospechan, no molestan, no son escandalosos: El era el guardián del pueblo durmiente, punto”. Una observación que sorprendería a cualquier mexicano que ha estado obligado a regalar una mordida a un patrullero local.
En camino a la ciudad de México, Dean, el gran amigo de Kerouac, ve una niña de tres años cerca de una barranca y se imagina cómo sería su vida. “Imagínense,” dice, “nacer y vivir por esta barranca, que representa todo lo que sabes de la vida. Su padre probablemente está allí abajo agarrando piñas de una cueva... miren el sudor en su frente. No es como nuestro sudor, es grasoso y siempre lo tiene porque hace calor todo el año, y ella no sabe nada del no-sudor, ella nace con sudor y se muere con sudor”.
No quiero indicar que sus observaciones son maliciosas o de mala leche. Simplemente que son inocentes y con una reverencia poco profunda. Llegando a otro pueblo mexicano, Dean decide que “no hay desconfianza aquí. Nada así. Todo el mundo está de buenas, todo el mundo te ve con sus ojos cafés derechos y no dicen nada, solo miran, y en su mirada todas las calidades humanas son suaves y tranquilas”.
Por fin llegan a la ciudad de México donde comen carne por cuarenta y ocho centavos y toman pulque por dos centavos el vaso. Y, ¡qué sorpresa!, Sal, de repente, sufre de la misma problemática que sufren tantos gringos con sus bolsas llenas de pesos mágicos, con tantas ganas de gastarlos, o sea, pasa una semana entera en la cama de un hotel barato con “la venganza de Moctezuma”.
Ahora me gustaría comparar estos escritores con el que el profesor Óscar Mata se refiere como “San Malcolm”. Para Lowry, los mexicanos ni son salvajes nobles ni policías angelicales. No son bueyes con ojos cafés o personas con sudor perpetuo. A diferencia de casi todos los demás escritores gringos y británicos, Lowry pinta a los mexicanos de una manera muy sencilla: como seres humanos, con toda la complejidad que el estatus de ser humano implica. Los mexicanos de Lowry se ríen, lloran, perdonan, se confían y traicionan. Algunos son ladrones y asesinos, mientras otros tienen la paciencia y la generosidad de los santos. A veces son dos o tres de estas cosas al mismo tiempo, demostrando la naturaleza contradictoria que marca la naturaleza humana.
En su epílogo de la edición de Bajo el volcán, publicada en el año 2000 por Perennial Classics, Sherril Grace habla de la intertextualidad de la novela. En la misma manera que Lowry mete Shakespeare, Dante, la Cabbalah, el cine, el jazz y básicamente todo lo demás del mundo en el libro, también incluye elementos de la política, la historia y la cultura mexicana. Pero a diferencia de tantos otros escritores británicos y gringos, nunca pretende explicar a México a los lectores. En lugar de eso, empleando su poder de observación tan sutil y sensible, deja que los mexicanos hablen por sí mismos.
Compara las caricaturas de Kerouac y Lawrence con el cantinero que, como ritual, subrepticiamente fuma el cigarro que el Cónsul deja quemándose en el cenicero. El cartero que vacía toda su bolsa buscando una tarjeta postal que llega al Cónsul un año tarde. Los niños que le piden dinero y luego, con diligencia, le devuelvan todo que se caía de sus bolsillos después de que él trata de escapar de ellos en un juego de feria. El cargador callejero con su torre de sillas. El dulce Doctor Vigil que de la manera más tierna sugiere al Cónsul que deje de tomar. La señora Gregorio, la vieja cantinera que comparte la tristeza del Cónsul en su inglés macarrónico. El limosnero con una sola pierna que regala una moneda al limosnero sin piernas. Y, por supuesto, el burócrata que lleva dos sombreros y un traje fino, que roba los pesos de un indígena que está muriendo al lado de la carretera. Como los fotógrafos más grandes, Lowry, con unas cuantas instantáneas, retrata a la humanidad mexicana en todas sus dimensiones cómicas, trágicas y conmovedoras.
Claro que otros extranjeros escribieron textos que vale la pena leer. Pero Lowry ilumina lo que les hace falta. B. Traven, por ejemplo, contó grandes historias y tuvo una compasión hacia los mexicanos semejante a la de Lowry. Quizás el problema con él es que era un alemán que escribió en su propio idioma mientras vivió un país hispanoparlante. Como no leo alemán, no puedo comentar sobre las versiones originales. Pero tanto en inglés como en español, su escritura tiene poca gracia, poca música, en los dos idiomas suena como una traducción brutalmente malhecha. En El poder y la gloria Graham Greene pinta un México con plumazos fuertes y cuenta una historia absorbente. Pero sus mexicanos nunca nos convencen como mexicanos; más bien son figuras simplificadas que le convienen a Greene para contar su versión del conflicto de la guerra de los Cristeros.
En el mismo epílogo, Sherrill Grace dice que Lowry crea una visión del mundo más grande que Europa o Norteamérica, y critica a la versión occidental del ser que ve a todos los demás como “El Otro”. La gran mayoría de los escritores británicos y gringos que llegaron a México caen en la trampa de esta concepción. Los mexicanos que ellos describen, sean malvados, sean angelicales, sean ingenuos, sean cínicos, siempre son seres ajenos. En cambio, para Lowry, los mexicanos no son “los otros”, son “nosotros”.
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