“En la mente del ángel no hay trenes que se detengan” pensaba el Cónsul mientras se recordaba solo en una estación perdida ya en el tiempo, esperando a Lee Maitland, un ángel rubio, que regresaba de Virginia a las 7:40 de la mañana. Pero, “en la mente del ángel no hay trenes que se detengan y de tales trenes nadie baja, ni siquiera otro ángel, ni siquiera un ángel rubio...” aunque gracias a la memoria, al ángel de Baudelaire no le eran imprescindibles las alas.
Cada palabra que Geoffrey va pensando o diciendo bajo el volcán, en su vertiginosa carrera hacia la muerte, es materia viva que se reproduce originando, no réplicas exactas, sino organismos nuevos re-imaginados y revividos en la riqueza intelectual y emocional de cada lector. Sus palabras son piedras que sobresalen en la corriente del río. Tambaleantes, podemos pararnos en ellas, a pesar de que no son respuestas sino sorpresas. En realidad son piedras huecas, son cavernas, como aquellas otras olvidadas en las entrañas del mundo en cuyo interior podemos ver, maravillados, caballos, búfalos o flacos nadadores remontando vigorosamente las aguas de la memoria. Sus palabras son el registro de lo que domina, desde hace más de veinte mil años, la mente del hombre cazador. Cada palabra es uno de estos templos que el lector deberá ir iluminando para ver lo que las paredes le deparan. Cada palabra es una piedra-cueva-templo que para el lector es lugar sagrado, no gracias a la divinidad, sino por la intempestiva comprensión de la diversidad y del concierto tan desconcertante del mundo. En fin, siguiendo las cavilaciones del Cónsul, llegamos a la poesía, esa que vive como metamorfosis. Y encontramos, lentamente, mientras vamos entrando en el mar de palabras de su mente, la labor de la poesía que es mito, exorcismo, arrumaco, conjuro, blasfemia, plegaria sobre los campos, letanía por la leche y la sangre, himno para el semen, imprecación, presagio del tiempo, abecedario agrícola, fichero histórico, amuleto, almanaque, atlas, mapa del mundo, luz y voz para oficiar en las tinieblas. Y encontramos en Firmin, “El frijolillo”, al poeta. Aquel que nunca se negó a enloquecer y vivió en el exilio, porque aún en medio de la multitud, estaba solo. Poco a poco, extraviándose, filtrando la vida, fue tirando lo que no sirve y conservando sólo los delirios, lo demás era la imposibilidad de ver realizada su intuición más profunda: la correspondencia de los lazos. Enloquecer, para él, no es perder el juicio ni la capacidad de raciocinio sino asumir la actitud del poeta: ser enemigo del estado, el orden, la justicia, la iglesia, el matrimonio, la familia, el honor, la sobriedad, la fama, la vida académica, lo aburrido de la burguesía, el mito del progreso, el saqueo del mundo...
FG
Quauhnáhuac
11.03.18
Fotografía de Gabriela Videla González
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