“Nada ha cambiado, y a pesar de la misericordia de Dios, sigo estando solo. No hay explicación para mi vida... permíteme creer, por favor, que no todo es un abominable engaño de nosotros mismos. Enséñame a amar de nuevo, a amar la vida. Permíteme sufrir en verdad. Haz que me quede de veras solo para que pueda orar honestamente...” A lo largo de cuatrocientas páginas oímos transcurrir el último día de vida del Cónsul en Quauhnáhuac: el lector toma el libro, ese extraño objeto lleno de signos, busca la soledad y se hunde en la sustancia de los sueños: no hay allí deber ser ni categorías morales ni prescripciones ni dictámenes, nadie es poseedor de la verdad y cada uno tiene derecho a ser comprendido. Firmin vive ese día, momento tras momento, lleno de contradicciones; el lector va con él explorando todas las posibilidades de vivir una vida como la del Cónsul. El lector que sufre el encantamiento de Bajo el Volcán, hace suya la antigua fórmula de aquel Quijano, Quijada, Quesada o Quejana que acabó en Quijote: “tengo para mí que voy encantado y con esto me basta”, y se sabe solo en un paraíso infernal rodeado de fantasmas. Todos, el lector, Yvonne, Hugh, Laruelle, el doctor Díaz Vigil y los demás, viven como sospecho que han vivido los animales humanos desde tiempos remotos, dando tumbos y queriendo hacer “doctrina” donde, no sólo no hay, sino que no hace falta. A fuerza de racionalizar se nos escapa la verdad del mundo y, lo que es peor, la verdad de nuestro propio yo. Firmin, por el contrario, a la manera de Penélope, deshace en un solo día la tapicería que urdieron teólogos y filósofos, y nos ofrece un mundo de signos contrarios donde la esencia de la poesía no está en la acción sino en la interrupción de la acción. Al vertiginoso movimiento del mundo contrapone la paz y la dulzura de un atardecer sangrante.
El siglo XVIII hizo suya la frase de Leibniz: nihil est sine ratione, y la mente racional del hombre examinó con avidez el porqué de todas las cosas al punto que llegó a pensar que todo lo que existe es explicable y por tanto calculable, de manera que la persona que desee dar sentido a su vida debe renunciar a cada gesto que no contenga su causa y su propósito. Firmin, por el contrario, encuentra en Quauhnáhuac el camino que lo lleva a la destrucción de ese cosmos racional y llega al extremo de proponer la idea de que la esencia de la poesía está del otro lado de la frase de Leibniz, en lo incalculable, lo inseguro, lo casual, lo imprevisto, lo incierto y por tanto en la confusión y el pasmo. “Nada de nada. Menos que nada. Países, civilizaciones, imperios, grandes hordas perecen sin razón alguna, y su alma y significado perecen junto con ellos para que algún anciano del que quizás nunca hayas oído hablar y que nunca oyó hablar de ellos, que se derrite en Tombuctú y comprueba la existencia del correlativo matemático del ignoratio elenchi con instrumentos anticuados, pueda sobrevivir”.
FG
Casa Xitla
25.03.18
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