por Óscar Mata
En este centenario del nacimiento de Malcolm Lowry, en la celebración de los primeros cien años de vida del gran “Lobs”, como llamaban sus compañeros en Cambridge a quien con el paso del tiempo se convertiría en el autor de Under The Volcano, venturoso acontecimiento que nos reúne esta mañana, quiero hablar de dos temas. El primero es la persona, el ser humano que escribió en Canadá la versión definitiva de Bajo el volcán, ese libro que no deja de conmovernos y maravillarnos y, en segundo término, de la imagen de México y lo mexicano en la monumental novela.
El Malcolm Lowry sobrio
La idea que se tiene de Malcolm Lowry es la de un inglés que vino a México a beber hasta lo indecible y posteriormente escribió Bajo el volcán, que por esas cosas de la vida, se convirtió en una de las novelas fundamentales de nuestra época. La imagen más difundida de Lowry lo presenta como un borrachín, jamás alejado de una botella de licor. En México sus correrías a través de las cantinas de Cuernavaca y Oaxaca se han vuelto míticas, amén de que sus juergas en Canadá y otros países no les van a la zaga. El mismo Malcolm Lowry confiesa que entre los propósitos iniciales de su novela se encontraba el de escribir “un libro adecuado sobre la bebida, tema en el que yo era entonces una autoridad considerable”(1). Se trataba entonces de un Malcolm Lowry cerca de los treinta años, que había escrito una novela de ambiente marino, Ultramarina, una novelita sobre sus experiencias en un hospital psiquiátrico, The Last Address –finalmente llamada Lunar Caustic–, un cuento largo, Bajo el volcán, e incidentalmente trabajaba en un manuscrito que fue consumido durante el incendio de su cabaña cuando ya casi estaba finalizado, de nombre In Ballast to the White Sea.
En la anotación correspondiente al 20 –o al 21– de noviembre en Por el canal de Panamá, Lowry escribió: “Gin con jugo de naranja es la mejor cura para el alcoholismo, cuya causa verdadera es la fealdad y la completa e incomprensible esterilidad de la existencia tal y como nos la venden”(2). Hijo de padres ricos y estrictos, alumno de las mejores y más exclusivas escuelas, buen deportista a pesar de su torpeza, artista en una familia de respetables comerciantes, vagabundo, bebedor insaciable, golpeador de mujeres, Malcolm Lowry –cuya muerte nunca fue completamente aclarada– tuvo todos los elementos para convertirse en un escritor maldito y ciertamente lo fue, célebre tanto por lo que escribió como por lo que bebió. Sin embargo, el Malcolm Lowry que leemos, aquel que pudo dar cima a la cuarta versión de Bajo el volcán, fue un hombre sobrio, que alcanzó la cumbre de su obra maestra en la sobriedad total, con la fuerza de una vida sana y sencilla en la que nadaba y escribía por las mañanas, paseaba por el bosque en las tardes e incidentalmente sólo bebía un poco de cerveza, “el trago necesario”.
Ulises cruza la puerta y se convierte en Odiseo, en la próxima cuadra ya es Leopold Bloom... El Malcolm Lowry que escribió en Dollarton de febrero de 1941 al verano de 1944, el que reescribió un manuscrito de 404 cuartillas rechazado por trece editores hasta convertirlo en una obra maestra de mil cien cuartillas, no es el Malcolm Lowry a quien un mendigo mexicano llamó Dios porque le había regalado tres copas de mezcal, tampoco el que en estado de embriaguez “transcribió” en una libreta la plática que unos borrachos sostenían en “La Universal” de Cuernavaca, o aquél cuya sola presencia en un bar hacía que un cliente anduviera feliz por cinco días. Se trata del Malcolm Lowry que pudo llevar a cabo el consejo que Fernando Márquez le dio en una cantina de Oaxaca: “Me parece, si me permite decírselo, que debe librarse de sus pensamientos”(3). Y la única forma de lograrlo consistía en trabajar, adentrarse en sus manuscritos con la mente despejada y el pulso firme. Sigbjorn Wilderness en más de una ocasión se consolaba de su silencio literario diciéndose que, aunque bebía en exceso, al menos podía tomar notas. Nada más puede conseguir un ebrio, quizá unas frases memorables, acaso un par de buenas páginas, pero hasta ahí. La monumental amalgama de temas, asuntos, insinuaciones y referencias que dan forma a Bajo el volcán resulta un hecho estético inalcanzable para alguien bajo la influencia del alcohol, como lo fue Lowry la mayor parte de su vida. Conrad Knickerbocker, su primer biógrafo, anota lo siguiente en uno de los párrafos finales de “San Malcolm entre los pájaros”:
“El alcohol podía agravar tragedias anteriores, hacerlas ilimitadas y eternas, pero con su trabajo podía poner término a viajes interminables. Tuvo que aferrarse repetidamente a su sobriedad, más allá del hecho de estar simplemente sobrio, para explicar su posición. Los fragmentos que nos ha dejado exigían una claridad de visión y una firmeza de trazo que no hubiera podido lograrse de ningún otro modo. Pero Lowry no hubiera querido que lo recordásemos por sobrio. Ni nosotros le haríamos justicia recordando sólo sus problemas con la bebida, como si el alcohol lo explicase todo, cuando en realidad no explica nada”(4).
Bajo el volcán es una obra de sobriedad, escrita por una persona que obtuvo muchas vivencias para su novela a través de incontables travesías etílicas, pero que sólo pudo plasmarlas, con la hondura y la belleza que tanto admiramos, lejos del alcohol. Salud por ello.
Ahora bien, para los mexicanos, Bajo el volcán tiene una significación especial, que obedece al hecho de que la novela sucede en nuestro país. México y lo mexicano aparecen, están presentes en casi toda la obra, a excepción del capítulo VI, conformando lo que el lector del manuscrito para la casa editorial Jonathan Cape llamó “color local mexicano acumulado a paletadas… que es excelente en todo el libro”. Y, en efecto, en Under The Volcano el escritor inglés Malcolm Lowry se muestra deslumbrado ante la magnificencia de los paisajes mexicanos, manifiesta su simpatía por el gobierno del general Lázaro Cárdenas, se identifica con varios personajes mexicanos, como el doctor Vigil o Juan Cerillo y, en general, alaba la belleza de la raza de bronce, en especial los niños. La visión de México que Malcolm Lowry ofrece a sus lectores resulta laudatoria, altamente positiva. Cientos de escritores nacidos y criados en otras tierras han escrito sobre México y la obra de Lowry –las novelas Bajo el volcán y Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, los poemas de inspiración mexicana, en especial oaxaqueña y el ensayo “Jardín de Etla”- es de las pocas que brinda una imagen no sólo buena sino francamente admirativa de nuestro país.
La visión de México en Bajo el volcán es reflejo de los veinte meses que Malcolm Lowry residió en la ciudad de Cuernavaca, de noviembre de 1936 a junio de 1938, tiempo en el cual tuvo oportunidad de adquirir una buena cantidad de conocimientos acerca del país y de sus habitantes, los naturales del lugar. De esta forma, en la novela hay referencias al pasado precortesiano, al porfiriato, a la recientemente finalizada revolución mexicana y a la expropiación petrolera, con la que Lowry se solidariza. Hay una interesante galería de personajes mexicanos, tanto mestizos como indígenas, encabezada por el doctor Vigil, quien visita al Cónsul primero que nada como amigo y después como médico, un galeno que desprecia el dinero y está muy interesado en curar a Geoffrey Firmin de su alcoholismo; la señora Gregorio, dueña de una vinatería, quien muy a la mexicana le expresa su amistad con estas palabras: “…no tengo casa, nomás una sombra, pero cuando necesite una sombra, mi sombra es suya”. Respecto a los indígenas, este hombre blanco y barbado venido del otro lado del mar los encuentra dignos de admiración y no les escatima elogios, a pesar de que advierte su pobreza y su falta de aseo. Infinidad de ellos pululan en la novela. He aquí a dos de ellos: un alfarero ofrece refugio en su casa al Cónsul, en un fallido intento por salvarlo de los “diablos” sinarquistas y es un indígena quien lo despide de esta vida llamándolo “compañero”. Lowry advierte -y no deja de festejar- la gran capacidad de los mexicanos para convertir cualquier acontecimiento en motivo de fiesta y dedica no pocos párrafos a las celebraciones con motivo del Día de Muertos.
Al parecer a Malcolm Lowry le gustaba la comida mexicana. Concepta, la sirvienta del Cónsul, le preparaba sus buenos huevos rancheros; Ivonne y Hugo no tienen ningún reparo en comerse unos tacos, debidamente aderezados con salsa y seguramente un poco de tierrita en plena calle y horas más tarde, para cenar eligen el “pollo espectral de la casa” que les sirven “nadando en exquisito mole”. Curiosamente en ningún pasaje de la novela se habla de las botanas de las cantinas (lo cual no deja de extrañar), aunque durante la plática de Laurelle y el Cónsul hay unos camarones “cabrones” enchilados. Sin embargo, son las bebidas alcohólicas las que acaparan su atención.
La leyenda de Malcolm Lowry está íntimamente ligada al mezcal, “la bebida de la que nunca puedo creer, aun cuando la llevo hasta mis labios, que sea verdadera”, según escribe el Cónsul a Yvonne en El Farolito, mientras da cuenta de bastantes ‘mezcalitos’. Aunque el inglés tiene por costumbre ingerir varias bebidas alcohólicas, sólo el mezcal parece surtirle efecto. En El Farolito, el “hermoso mezcal” sale, materialmente brota de una “hermosa cantimplora oaxaqueña con ‘mezcal de olla’”. Al Cónsul “lo tranquilizaba y a la vez entorpecía su mente”. En el clímax de la borrachera “el tiempo, intoxicado de mezcal, volvía a fluir circularmente sobre sí mismo”, en tanto que otros parroquianos bebían ochas y fumaban marihuana. El Cónsul elogia invariablemente a las bebidas mexicanas. Por tratarse de un inglés, su opinión acerca de la cerveza mexicana debe tomarse muy en cuenta: “La mexicana es particularmente rica en vitaminas, según creo...”, menciona varias marcas: Moctezuma, Dos Equis, Carta Blanca, hasta la fecha en el mercado. El tequila le produce efectos benéficos: “recorría su espina dorsal como el árbol que, fulminado por un rayo, florece milagrosamente”. Por ello se lo recomienda a Laruelle: “es saludable... y delicioso. Como la cerveza”. Cuesta trabajo creer que, en 1938, el tequila -que se ha convertido en la nueva rica de las bebidas- costaba la décima parte del whisky. “Pensó: 900 pesos=100 botellas de whisky = 900 ídem de tequila” – y un tequila doble costaba la fabulosa cantidad de treinta centavos. A pesar de ello la conclusión es categórica: “Ergolis: no debía uno beber tequila ni whisky, sino mezcal”.
Identificado con el mezcal, el Cónsul abriga su culpa “entre las misericordias de inconcebibles ‘cantinas’”. La más célebre de ellas es El Farolito, en Parián. Está formada por varios compartimientos que dantescamente se van achicando hasta que en el final sólo cabe una persona. Para el Dr. Vigil “es un infierno”, pero su amigo inglés ahí “estaba a salvo; era éste el lugar que amaba: el refugio, el paraíso de su desesperación” (365). Las cantinas son nidos de fascistas, sus cuarteles generales por excelencia. Ello de ninguna manera impide que tengan nombres hermosos: “El amor de los amores”, “Todos contentos y yo también”; y las pulquerías no se quedan atrás: “La Sepultura”. Algunas, como “El Petate”, tienen un patio que recuerda la arquitectura oaxaqueña. El Cónsul, como Lowry tenía varias rondas de cantinas, que frecuentaba a todas horas.
En contraste con sus frecuentes correrías por las cantinas mexicanas, el contacto de Malcolm Lowry con la literatura mexicana es inexistente. En toda la obra no se menciona a ningún escritor mexicano y en la biblioteca del Cónsul no hay ningún libro -en español o traducido al inglés- que sea obra de algún nativo de nuestro país. De hecho, la única pieza literaria es “Flores negras”, la canción que escuchan mientras comen en el restaurante del tlaxcalteca Cervantes; o sea, una típica canción de cantina. La primera estancia de Lowry en México coincide con el indigenismo y la revaloración de nuestras culturas populares; pero él no le prestó atención, podría asegurarse que ni se enteró de su existencia, a pesar de su aprecio y admiración por las culturas prehispánicas y los indígenas. Los Contemporáneos serían más afines a él, pero no hay indicios de que los haya leído, como seguramente tampoco leyó ninguna novela de la revolución o a algún autor mexicano del XIX. En suma, la literatura mexicana para Malcolm Lowry fue un continente desconocido. Lowry no hablaba español y sus conversaciones con mexicanos debieron ser en inglés; las que sostuvo en español seguramente consistieron en el elemental intercambio de fórmulas de cortesía y peticiones muy concretas en cantinas, restaurantes, hoteles, estaciones de autobuses y comercios. Under the volcano está llena de palabras españolas, de voces en español que vienen a ser vocablos aislados en el mar de la escritura lowryana, brevísimos parlamentos, recordatorios de que la acción sucede en México y de que los protagonistas tratan con mexicanos.
El desconocimiento de Lowry respecto al arte mexicano tiene una excepción: la pintura. En el VII capítulo elogia a José Clemente Orozco, un “indisputable genio”, y habla de vigorosos Riveras, así como de su extraordinario mural en el Palacio de Cortés, que va oscureciéndose mientras se avanza en la recreación de la historia de México. Por lo demás, a cada rato se fija en manifestaciones del arte popular: “La Cucaracha”, el papel cortado, los escenarios de los fotógrafos de las ferias callejeras, una función de marionetas en la que el diablo o alguien malo se precipita en los mismísimos infiernos. Sin embargo, todo esto no pasa de ser escenografía, ambientación, “color local”, que representa menos de la décima parte de la extensión de la novela.
En efecto, México sirve de escenario para Under the Volcano, algunos mexicanos desempeñan papeles llenos de emotividad, pero secundarios. Y nada más. Ciertamente la importancia de México y lo mexicano en esta obra de un escritor inglés llamado Malcolm Lowry es de segundo nivel, pero sin ellos, Bajo el volcán no sería lo que es.
NOTAS:
1 Malcolm Lowry. Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, p. 198.
2 Malcolm Lowry. Por el canal de Panamá, p. 33.
3 Malcolm Lowry. Oscuro..., p. 282.
4 Conrad Knickerbocker. “San Malcolm entre los pájaros” en Quimera, núm. 53, p. 15.