“No se puede vivir sin amar...” Pero, ¿qué es el amor? Cuando Yvonne preguntó: “¿no te queda nada de ternura ni de amor por mí?”, Geoffrey no contestó y pensó para sí mismo que nunca podría perdonar lo bastante, nunca podría olvidar “cuánto había sufrido, sufrido, sufrido, sin ella; ciertamente que nunca en su vida —salvo cuando murió su madre— había conocido semejante desolación y tan desesperado sentimiento de abandono, de despojo, como durante este último año sin Yvonne. Pero nunca con su madre pudo sentir esta emoción de ahora: este urgente deseo de herir, de provocar en un momento en que sólo el perdón podía salvar el día; más bien ese deseo comenzó con su madrastra, y llegó a tales extremos que ella tenía que gritar: —¡No puedo comer, Geoffrey, la comida no me pasa por la garganta!— era duro perdonar, duro, duro, perdonar. Aún más duro, por no decir cuán duro era, te odio. Ahora mismo, de preferencia a cualquier otro momento. Aunque aquí estaba el momento de Dios, la oportunidad para estar de acuerdo, para producir la tarjeta, para cambiarlo todo...”
Tarea harto difícil es morirse de amor y aceptarlo. Supone abandonarse, hacer un lado el yo y sus exigencias para ser con el otro, para ser el otro, para llegar al andrógino original. Como el Cónsul, hay que andar un largo, largo camino para hallar lo que está enfrente, lo que siempre estuvo enfrente pero no veíamos y, cuando al fin lo encontramos y lo tenemos al alcance de la mano, surge la rabia y viene la furia y brotan las ganas de acabar con todo, de destruir para recomenzar, de quemar todo para que, una vez pasado por el fuego, el corazón renazca libre. La lección de Geoffrey Firmin es que siempre acabamos persiguiendo la sombra, el silencio, el olvido, los volcánicos pulsos de la tierra manando incandescencias…
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