—Son como los del Gran Gatsby.
—Maravillosos. ¡Vienes tan elegante!
—A estas alturas, me visto como se me pega la gana…
Llevaba un pantalón negro, recto, camisa blanca impecable, corbata de moño, saco a cuadros negros y un bastón, también negro, laqueado, con mango de madera. Subía la escalera lentamente, tomando descansos cada dos o tres escalones y volteaba cada vez que paraba para apreciar la casa en ruinas.
—Debe ser del siglo XVI, no?
—Sí, John Spencer la estaba restaurando y recreando. Esta escalera, por ejemplo, es una pirámide, es como ir subiendo por el templo de Kukulkán en Chichén…
—¿Quién era Spencer?
—Es una historia larga de contar, luego te damos un ejemplar de Saving Lowry’s Eden, allí hay una reseña que preparó John Prigge para que te enteres. Uno de los sueños de Spencer era hacer un centro Lowryano en Cuernavaca, primero en la casa donde el propio Lowry vivió y luego aquí.
—Bueno, algo de nosotros perdura. De mí sólo va a quedar la traducción que hice de la novela.
—¿Crees que es tu mejor trabajo?
—No sé, pero es algo que va a perdurar.
—Bueno, de eso nos hablarás, no?
—Trataré…
Llegamos a la sala en el momento en que Nigel Foxcroft dictaba una larga conferencia acerca del modo en que Malcolm Lowry había buscado su propia salvación y la del mundo. Raúl se sentó adelante y, deteniéndose en su bastón, entró de lleno en la conferencia sin hacer caso de las voces que por lo bajo decían, “ya llegó el maestro”, “ah, el maestro”, “miren, el maestro”, “maestro, por favor”, “que suba el maestro”, “háganle un lugar al maestro”; Alberto Rebollo, que coordinaba la mesa, por un momento, quedó confundido, pero cuando se repuso decidió dejar a Raúl tranquilo en espera de su turno. Nigel siguió en su propio flujo…
Más tarde, Paco Rebolledo presentó a “Raúl Ortiz y Ortiz, traductor de Bajo el volcán al español, trabajo que terminó en 1964, maestro de la Universidad Nacional Autónoma de México, diplomático del servicio exterior en Inglaterra, actor de los dramas isabelinos… Dejo con ustedes a Raúl:”
“…He seguido los pasos a Ulises por las islas griegas, a Dante en los círculos del Infierno y a Joyce viendo por la rendija de un día a Leopold Bloom… Leí por primera vez Bajo el volcán en francés y en 1957 me propusieron la traducción. Pensé que sería un trabajo de unos ocho meses, pero al octavo, solicité a la viuda de Lowry un plazo mayor. Ella me hizo saber que no era un caso excepcional. Trabajé muy duro por tres años y medio y después de varias versiones y revisiones logré encontrar el ritmo y la respiración de la obra. Trabajaba cuatro horas todas las tardes y los fines de semana me iba al monasterio del padre Lemercier en Cuernavaca, donde podía dedicarme a la traducción los viernes en la tarde, el sábado completo y el domingo hasta medio día. Lo único espantoso es que tuve que aguantar allí una comida incomible… Para mí, el punto cardinal fue la carta del final del primer capítulo, es el documento más conmovedor que haya yo leído de la literatura moderna, el grito más desesperado, más pesimista, más doloroso, que me dio los matices de Lowry en los once capítulos siguientes. Es una obertura que estremece… Entregué el manuscrito muy a mi pesar porque hubiera podido seguir revisándolo y corrigiéndolo y mejorándolo, transformándolo durante mucho tiempo... Para el resultado final conté con las sugerencias de Max Aub, José Emilio Pacheco, Rosario Castellanos, de la que fui muy amigo (estoy obsesionado con que todo mundo lo sepa)... El traductor está verdaderamente solo como el escritor, pero, para colmo: lleva a sus espaldas la mirada amenazante del autor… Hay dos oficios menos ingratos que el de traductor: el de maestro y el de prostituta… Si tengo que elegir para una isla desierta, elijo de la lengua francesa a Proust, de la lengua inglesa a Joyce y del castellano me llevo a Galdós… ¿Qué?... ah bueno, sí, también a Lowry…”
Casa Xitla, nov/10
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