Obra de John Spencer
En el Cuaderno haitiano (1948) Malcolm Lowry escribió: “Francamente, creo que no tengo el don de escribir. Empecé como plagiario y luego me volví alcohólico. Luego me hice trabajador empeñoso, podría decirse, novelista. Ahora vuelvo a ser alcohólico. Pero lo que siempre quise fue ser poeta”. Claro, lo que ahora sabemos es que Lowry fue un escritor sagrado, no porque Bajo el volcán haya sido dictado, como dicen que fueron dictados por el Espíritu los libros sagrados de las diferentes tradiciones religiosas, desde los Upanishad hasta el Libro de Mormón, sino porque trata de la vida y la muerte. De la experiencia de la vida en carne viva, de la vida viva, la vida pura que es lo que los antiguos llamaban la vida pánica o el furor sagrado: el yo consciente dentro del gran todo. Y de la experiencia de la muerte, de la muerte desnuda, la muerte que deja huesos mondos y lirondos y, a veces, como en el caso del Cónsul, deja el cadáver de un hombre junto al cadáver de un perro. Una muerte plena.
Al final, hay un punto de identificación vida-muerte, el final es el principio, de hecho, el lector llega al final y debe volver a la primera página para recomenzarlo todo. Pero, “¿cómo podía uno volver a empezar desde el principio, como si el café Chagrin y el Farolito nunca hubieran existido? ¿O sin ellos? ¿Podría permanecer fiel a Yvonne y al Farolito?. .. ¡Oh, Cristo, faro del mundo! ¿Cómo, y con qué ciega fe, podría uno encontrar el camino de vuelta, luchar en el regreso, ahora, en medio de tumultuosos horrores de cinco mil estrepitosos despertares, cada uno más espantoso que el anterior, de un lugar en el que ni siquiera el amor podía penetrar y en el que, salvo en las llamas más espesas, no había valor?” (Bajo el volcán, Capítulo VII).
En la antigüedad, en Egipto, más de dos mil años antes de Nuestra Era, surgió un símbolo del universo que es como una mitológica entidad inmortal: Uróboros. En realidad, representa un estado primordial antes del ego, una infancia idílica e indiferenciada, idílica tanto para el individuo como para la humanidad y es el ideal del final: volver al punto de donde partimos. En la vieja imagen de uróboros yace la idea de devorarse a sí mismo y convertirse uno mismo en un proceso circulatorio sin fin: somos la materia prima de nuestra propia construcción, somos carne de nuestra carne, somos el lugar donde se integran y asimilan los opuestos. Este proceso de retroalimentación es al mismo tiempo un símbolo de la eternidad. Pero inmersos como estamos en la sucesión, en un continuo presente que viene y se va imperceptiblemente y en un mundo de atmósfera onírica donde no hay nada de que fiarse, salvo el propio juicio subjetivo tan falible, de nada estamos seguros, excepto, tal vez, de ser conscientes de que somos conscientes…
Salú!
FG
Quauhnáhuac
09.05.19