La madre de Geoffrey Firmin o “Frijolillo” o “Ése Frijolillo” o Geoff, había muerto en Cachemira cuando él era niño y su padre, que se había vuelto a casar, desapareció un año después en el Himalaya, dejando en Srinagar a Geoffrey con su madrastra y con su hermanastro Hugh que era un niño de brazos, después, como si no bastara, la madrastra murió dejando a los niños en la India. Había en “Ése Frijolillo” un aire de indefensión que desarmaba y, al mismo tiempo, de lealtad que edificaba. En compañía de M. Laruelle a quien, muchos años después encontraría en Quauhnáhuac, visitó la primera taberna, cuando aún era menor de edad, en Leasowe, el pueblo donde vivían los Taskerson, que se llamaba “Ya no es lo mismo”. Cuando se hizo mayor y después de un Consejo de Guerra, ganó una codiciada condecoración: la Cruz Británica por Servicios Distinguidos y era el Cónsul británico en la Sinecura de Quauhnáhuac. También fue, según pensaba M. Laruelle una especie de “Pseudo Lord Jim” viviendo un exilio voluntario y meditando en su honor perdido. En México a Geoffrey también le decían “El Bicho” o “Señor Firmin” o “ El Señor” o “El Cónsul” o “Escorpía” perseguido por otros escorpías y, una vez, en una cantina, alguien lo confundió con Jesucristo.
Geoffrey Firmin nació en la India, sufrió, se regocijo, amó y fue amado, bebió incesantemente buscando redención y acabó muerto, como mandan los cánones. Pero, lo que nos importa de Geoffrey Firmin, como de la vida de cualquier otra persona, son los detalles: la manera de salvar los escollos, la gracia para reír, para ponerse los zapatos sin calcetines, para fumar, para usar el bastón o desayunarse mientras el viento hincha las cortinas y lo hace navegar mar adentro, hacia el poniente de este mar brillante; su ansiedad, los recovecos de su mente consciente, su desesperación por atrapar lo inasible, el modo digno o vergonzoso de aceptar el dolor, su entereza para leer montañas de libros, su gusto por Saint Louis Blues, su actitud con la izquierda libertaria y revolucionaria, su práctica en el amor, la fiesta y la desolación; su enorme velocidad mental, su intolerancia con los lerdos, su carácter iracundo. Su historia es la de cualquiera de nosotros: hijo, ciudadano, persona, esposo, amante, veterano de la guerra, a quien le tocaron, igual que a todos, malos tiempos en que vivir.
“Los Borrachones seguían cayendo eternamente en las llamas. M. Laruelle, que no había advertido nada, reapareció, resplandeciente con sus pantalones blancos, tomó su raqueta de la parte superior de un librero; el Cónsul encontró el bastón y las gafas oscuras, y ambos bajaron juntos por la escalera de caracol.
—‘Absolutamente necesario’ — afuera, detúvose el Cónsul y se volvió.
No se puede vivir sin amar, eran las palabras escritas en la casa. En la calle no soplaba el menor viento y ambos caminaron un trecho sin proferir palabra, escuchando sólo el babel de la fiesta que iba en aumento a medida que se aproximaban a la ciudad. Calle de la Tierra del Fuego, 666” (Bajo el volcán, Capítulo VII).
FG
Quauhnáhuac
27.08.18