Conocí a
Leonardo Compañ en la cuadrilla de los lowryanos de Quauhnáhuac, era la época
en que la Fundación Malcolm Lowry hacía mucho trabajo de divulgación para dar a
conocer al autor de Bajo el volcán, que era desconocido en Cuernavaca. Un día,
exhibimos, en La Casona Spencer, Las manos de Orlac con Peter Lorre, allí
estaba Leonardo y había traído a sus alumnos de la Universidad Autónoma del
Estado de Morelos. Empezó a explicar la importancia de Las manos de Orlac en la
novela, dijo que el título de la película estaba citado dieciocho veces en la
novela (no le creí, por supuesto, pero años después supe que era cierto), dijo
que Maurice Renard había escrito Les Mains d’Orlac, luego habló de la primera versión
cinematográfica de 1924, del cine expresionista alemán, de la versión de 1935
con Peter Lorre bajo la dirección de Karl Freund que también había dirigido El
Golem (1920), El último (1924), Metrópolis (1927), Berlín, sinfonía de una
ciudad (1927) y después, habló de Peter Lorre y su brillante actuación en Las
manos de Orlac y que había trabajado también con Hitchcock en El hombre que
sabía demasiado (1934) y leyó el párrafo donde aparece por primera vez el
nombre de la película en Bajo el volcán: “Sin aliento, se guareció bajo el
pórtico en la entrada del teatro que, no obstante, parecía más bien la entrada
de algún lóbrego bazar o mercado. En ella se apretujaban los campesinos que
llegaban con sus canastas. Ante la taquilla, vacía por el momento y con la
puerta entornada, una gallina solicitaba frenéticamente que se la admitiera (y
aquí Leonardo llamó la atención sobre el humor desaforado de Lowry). Por
doquier la gente encendía linternas o fósforos. La camioneta con el magnavoz se
alejaba en medio de la lluvia y los truenos. ‘Las manos de Orlac’, anunciaba un
cartel: ‘6 y 8.30’. ‘Las manos de Orlac, con Peter Lorre’”, y sugirió que para
Lowry la película era importante porque le obsesionaba la obsesión del doctor Gogol
por Yvonne Orlac, esposa del pianista Stephen Orlac; además, Gogol era un
caballero educado y elegante que combinaba esa faceta con otra oscura y
perversa, no sólo por la obsesión que sentía hacia ella sino por su atracción
hacia lo morboso que lo llevó a asistir a ejecuciones de presos y que eso eran “ciertas
fuerzas existentes en el interior del hombre que lo llevan a sentir terror de
sí mismo” (Lowry dixit).
Leonardo
era un experto, como pocos. Luego se fue a sentar entre los espectadores, en la
oscuridad de la sala, como le gustaba estar, tras bambalinas, y empezamos a
beber mezcal. Para cuando la película terminó, nosotros estábamos en otra
dimensión: habíamos entrado al corazón del Cónsul y de algún modo,
inexplicable, por supuesto, lo sabíamos todo. “¡Ah, dijo, todo es tan
desmesurado!”.
Hace
unos días, Óscar Menéndez me dijo: “Murió Leonardo Compañ”. No lo podía creer.
Hablé con Óscar López, el editor de El Perro Azul (¿Se acuerdan?) y me dijo: “Sí,
Leonardo murió”. “¡Ah, dije, todo es tan desmesurado!”
FG
Quauhnáhuac
22.04.18