‘But look here, hang it all, it is not altogether darkness,’ the Consul seemed to be saying in reply to her, gently, as he produced a half-filled pipe and with the utmost difficulty lit it, and as her eyes followed his as they roved around the bar, not meeting those of the barman, who had gravely, busily effaced himself into the background, ‘you misunderstand me if you think it is altogether darkness I see, and if you insist on thinking so, how can I tell you why I do it? But if you look at that sunlight there, ah, then perhaps you’ll get the answer, see, look at the way it falls through the window: what beauty can compare to that of a cantina in the early morning? Your volcanoes outside? Your stars – Ras Algethi? Antares raging south south-east? Forgive me, no. Not so much the beauty of this one necessarily, which, a regression on my part, is not perhaps properly a cantina, but think of all the other terrible ones where people go mad that will soon be taking down their shutters, for not even the gates of heaven, opening wide to receive me, could fill me with such celestial complicated and hopeless joy as the iron screen that rolls up with a crash, as the unpadlocked jostling jalousies which admit those whose souls tremble with the drinks they carry unsteadily to their lips. All mystery, all hope, all disappointment, yes, all disaster, is here, beyond those swinging doors. And, by the way, do you see that old woman from Tar-asco sitting in the corner, you didn’t before, but do you now?’ his eyes asked her, gazing round him with the bemused unfocused brightness of a lover’s, his love asked her, ‘how, unless you drink as I do, can you hope to understand the beauty of an old woman from Tarasco who plays dominoes at seven o’clock in the morning?’
(Lowry, Under the Volcano, 2)
—Pero óyeme, ¡maldita sea!, no está enteramente oscuro — parecía contestarle el Cónsul con amabilidad, mientras sacaba una pipa a medio llenar y con máxima dificultad la encendía, en tanto que Yvonne seguía con su mirada la del Cónsul que erraba en el bar sin encontrar los ojos del cantinero, el cual, grave y aparentando estar ocupado, se eclipsaba en la oscuridad—, no me comprendes si crees que cuanto veo es del todo oscuro; y si insistes en creerlo, ¿cómo puedo decirte por qué lo hago? Pero si miras ese rayo de sol allí, ¡ah!, quizás tengas la respuesta. Ve; mira cómo entra por la ventana: ¿qué belleza puede compararse a la de una cantina en las primeras horas de la mañana? ¿Tus volcanes allá afuera? ¿Tus estrellas?... ¿Ras Algethi? ¿Antares enfurecida en el sur sudeste? Perdóname, pero no. No son tan hermosas como por fuerza lo es esta cantina que — decadencia de mi parte— acaso no sea propiamente una cantina; pero piensa en todas aquellas terribles cantinas en donde enloquece la gente, las cantinas que pronto estarán [59] alzando sus persianas, porque ni las mismas puertas del cielo que se abrieran de par en par para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial tan complejo y desesperanzado como el que me produce la persiana de acero que se enrolla con estruendo, como el que me dan las puertas sin candado que giran en sus goznes para admitir a aquellos cuyas almas se estremecen con las bebidas que llevan con mano trémula hasta sus labios. Todos los misterios, todas las esperanzas, todos los desengaños, sí, todos los desastres existen aquí, detrás de esas puertas que se mecen. Y, a propósito ¿ves aquella anciana de Tarasco sentada en el rincón? Antes no podías, pero ¿la ves ahora? — preguntaban los ojos del Cónsul mientras recorrían en torno suyo con la lucidez estupefacta y extraviada de un enamorado—, ¿cómo esperas comprender, a menos de que bebas como yo, la hermosura de una anciana de Tarasco que juega al dominó a las siete de la mañana?
(Lowry, Bajo el volcán, Capítulo II)