Acaso aquellos rotos pilares rosados habían estado esperando en la penumbra para desplomarse encima, y en el estanque, cubierto de lama verdosa, los escalones arrancados que colgaban de una grapa oxidada, parecían también aguardarlo para caer sobre su cabeza. La maleza había invadido la capilla maloliente y derruida; salpicados de orines sus muros, en donde acechaban los alacranes, se desmoronaban: entablamento en ruinas, triste arquivolta, piedras resbaladizas cubiertas de excremento; este lugar, en que antaño floreció el amor, parecía ahora parte de una pesadilla. Francia, pensó, nunca debió trasladarse a México, ni aún bajo el disfraz de los Austria; Maximiliano fue desafortunado hasta en sus palacios. ¡Pobre diablo! ¿Por qué tuvieron que llamar también Miramar a ese fatal palacio de Trieste; aquél en que Carlota perdió la razón y donde todos los que en él vivieron, desde la Emperatriz Isabel de Austria hasta el Archiduque Fernando, perecieron de muerte violenta? Y sin embargo, ¡cuánto debieron de amar esta tierra aquellos dos solitarios desterrados cubiertos de púrpura! Seres humanos después de todo, amantes fuera de su elemento, su Edén, sin que ninguno supiese porqué, comenzó a transformarse ante sus ojos en prisión y a apestar a cervecería, quedando, a la larga, como única majestad, la tragedia. Fantasmas. Fantasmas, como en el Casino, vivían aquí ciertamente. Y un fantasma seguía diciendo:
―Es nuestro destino venir aquí, Carlota. Mira este glorioso país montañoso; mira sus colinas, sus valles, sus volcanes increíblemente bellos. ¡Y pensar que es nuestro! Seamos buenos y constructivos y hagámonos merecedores de él.
O fantasmas que reñían.
―No; te amabas a ti mismo; amabas tu miseria más que a mí. Nos hiciste esto deliberadamente.
―¿Yo?
―Siempre tuviste gente que te atendiera, que te amara, que te usara, que te dirigiera. Escuchaste a todos menos a mí, que tanto te quise.
―¿Tanto? Tú sólo te quisiste a ti misma.
―No; te quise, siempre te quise, debes creerme, por favor; debes recordar cómo proyectábamos ir a México. ¿Recuerdas?
―Sí, tienes razón. Tuve mi oportunidad contigo. ¡Nunca más se presentará una oportunidad semejante!
Y, de pronto, allí donde estaban, volvían a llorar apasionadamente.
Bajo el volcán, Capítulo I
Las fotografías son de Óscar Menéndez