Puntuales a la cita fueron llegando los invitados a la celebración del centenario de La Estrella. "¡Un siglo!", decían, "vaya, qué pronto se hace tarde", y entraron a la cantina por las puertas que seguían meciéndose como las puertas del cielo y chocaron las manos y las copas y los vasos y las botellas y fueron metiéndose poco a poco en el mar de la ebriedad buscando siempre el punto de equilibrio que está más allá, en el fondo de la barranca o encima del volcán, pero siempre lejos, siempre inalcanzable y comenzaron a oír el eco que venía retumbando desde lejos: "Quauhnáhuac era, en este aspecto, como el tiempo: por doquier que se mirase estaba aguardando el abismo a la vuelta de la esquina. ¡Dormitorio para zopilotes y ciudad de Moloch!..." y sintieron un temblor que no quedaba claro si era de este mundo, de la carne, o de aquella parte del cuerpo que antes se llamaba espíritu y se movían entre las sillas y las mesas de La Estrella tratando de encontrar un acomodo a modo, una forma de ser que dejara ver a los otros que somos nosotros para armar el puente necesario y en ese instante recordaron que "en este mismo puente el Cónsul le sugirió alguna vez que hiciese una película sobre la Atlántida. Sí, asomado de la misma manera, ebrio (aunque dueño de sí) coherente, un tanto loco, un tanto impaciente —fue una de esas ocasiones en que el Cónsul había bebido hasta la sobriedad— le había hablado sobre el espíritu del abismo, sobre el dios de la tempestad, el ‘huracán’..." (Bajo el volcán, Capítulo I), todo y más y también eso de que todos hablaban y nada tenía significado porque nadie oía nada y todos hablaban solos, hablando para sí mismos, como en una inmensa Torre de Babel, pero a la vez todos entendían y se oía, como una gritería, aquello de Rimbaud: "¡Somos tantos los condenados en la tierra!" (Una temporada en el infierno) y siguieron buscando el equilibrio anhelado...
FG