Se debe comenzar por comprender que Malcolm Lowry no era en realidad un novelista, excepto por casualidad. Es difícil saber cómo llamarlo: escritor de un diario, anotador compulsivo, poeta manqué, merolico filosofante, ilusionista alcohólico: cualquiera de estas cosas serviría para empezar, pero sólo para empezar. Cuando uno habla con quienes lo conocieron, la palabra que se oye más a menudo para describir a Lowry es genio; y esa palabra, en este caso, es adecuada. Hasta sus trabajos menos logrados son, evidentemente, producto de una mente y una sensibilidad completamente distintas. El epíteto más usado para calificarlo en segundo término es único y se puede aplicar también como el de genio; nunca hubo, seguramente, nadie tan singular como Lowry. Un hombre astuto y engañoso y sin embargo tímido e ingenuo; un borracho de la talla de Gargantúa y, sin embargo, un hombre que no parece haber abandonado nunca un grado de conciencia casi sobrenatural, aun cuando se hallase tirado en un bar o una cantina; un gran mentiroso (o, para decirlo más caritativamente, un inventor de ficciones autobiográficas) pero ―sobre todo en sus escritos― uno de los hombres más dolorosamente honestos que vivieron jamás. Para todos sus amigos, una persona muy difícil de soportar, pero un hombre tan encantador que alguien dijo de él: “Me basta ver a ese sinvergüenza una vez, para alegrarme toda la semana”. Un hombre feliz, hasta tonto; un suicida.
Douglas Day, "Prefacio", Oscuro como la tumba donde yace mi amigo,
University of Virginia, Agosto, 1967.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario