―Parte de la desesperación del artista ―dijo Sigbjorn, casi como si hablara consigo mismo y caminando inquietamente― se debe acaso al hecho patente de que el universo mismo, como lo sostuvieron también los Rosacruces, está en proceso de creación. Una obra de arte orgánica, una vez concebida, debe crecer en la mente del creador o empezará a perecer. En realidad, por supuesto, siempre están sucediendo las dos cosas a la vez, de modo que el autor, mientras trabaja, es como un hombre que continuamente se abre camino a través de un humo enceguecedor, esforzándose por rescatar algunos objetos preciosos de un edificio en llamas. ¡Qué esfuerzo desesperado e inexplicable! Pues ese edificio, ¿no es acaso la obra de arte en cuestión, perfecta hace mucho dentro de la mente y sólo convertida en vehículo de destrucción por el esfuerzo de realizarla, de transmutarla sobre el papel?
―Beba ―dijo Eddie.
Pero, avasallado por el deseo de hablar, Sigbjorn meneó la cabeza.
―Parecería que este edificio es singular, no sujeto a las leyes del mundo y asemejándose en cierto aspecto a una criatura del infierno de Dante, pues se sigue quemando como en un fuego infernal exterior, mientras el autor persiste en sus esfuerzos; a medida que las paredes se caen, él continua construyéndolo, como si lo hiciese con una sola mano mientras con la otra trata de recoger los tesoros que el edificio le arroja sobre la cabeza. También es verdad que el artista debe dormir, lo que tal vez sea la principal diferencia entre él y Dios. Beber, como lo señaló Waldo Frank, representa uno de sus frívolos esfuerzos por anular esa diferencia.
(Malcolm Lowry, Oscuro como la tumba donde yace mi amigo,
Capítulo VII. Traducción: Alicia Jurado)
Capítulo VII. Traducción: Alicia Jurado)
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