Diosdado, El Elefante, acababa de entrar por atrás. El Cónsul lo vio quitarse la chaqueta negra, colgarla en el armario y luego tentarse en el bolsillo de la camisa inmaculadamente blanca buscando una pipa que por él asomaba. Sacóla y comenzó a llenarla con el contenido de un paquete en el que se leía ‘Tabaco Country Club de El Buen Tono”. El Cónsul se acordó ahora de su pipa: allí estaba, no cabía duda.
―‘Sí, sí’, mister ―respondió inclinando la cabeza para oír la pregunta del Cónsul―. ‘Claro’. No, mi pipa… este… no es inglesa. Es de Monterrey. Estaba usted… este borracho un día. ¿No, señor?
―‘Cómo no’ ―dijo el Cónsul―. Dos veces al día.
―Estaba usted borracho tres veces al día ―dijo Diosdado y su mirada, el insulto y el alcance de su rebajamiento invadieron el alma del Cónsul―. Entonces va a regresar a los Estados Unidos ―añadió mientras buscaba algo detrás del mostrador.
―¿Yo? No. ¿Por qué?
De pronto Diosdado dejó caer sobre el mostrador un grueso paquete de cartas atadas con una liga.
―…¿‘es suyo’? ―preguntó sin rodeos.
¿Dónde están las cartas Geoffrey Firmin las cartas las cartas que te escribió hasta que se rompió su corazón?
Aquí estaban las cartas, aquí y en ningún otro lado: estas eran las cartas y el Cónsul lo supo en seguida sin tener que examinar los sobres. Al hablar no podía reconocer su propia voz:
―‘Sí, señor, muchas gracias’ ―dijo.
―De nada, señor ―Diosdado le volvió la espalda.
La rame inutile fatigue vainement une mer immobile.
Bajo el volcán, Capítulo XII
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