A la pregunta de Lowry: “¿para qué?”, Píndaro contesta a dos mil quinientos años de distancia: para agotar “toda la extensión de lo posible”.
El cosmos es materia en acción que avanza en todas las direcciones y abarca todas las posibilidades admisibles, una de tantas es la vida en este planeta y dentro de la vida, una de tantas, el hombre que a “…la tierra también, la anciana diosa, incansable, inmortal, ha domeñado…” (Sófocles) y, en el plan de Lowry, una de tantas, entre todas las vidas posibles, la del Cónsul, “el ‘bicho’… No quiero decir ‘Bitch’ sino el ‘bicho’ el de los ojos azules…”, ése que va descubriéndose a sí mismo mientras avanza entre las páginas de Bajo el volcán.
Pero, claro, ese ‘bicho’ tiene voluntad y es dueño de sí, es libre. Lowry, que sabía tantas cosas, seguramente conocía esa hermosa sentencia de Marx (1818-1883): “el hombre produce al hombre” que no quiere decir que deba re-producirse tal como lo habría concebido la naturaleza o tal como lo prescribe su esencia repitiéndose igual una y otra vez, sino que se produce como algo nuevo, como algo que no podemos saber qué será.
En el transcurso de la historia, la humanidad no ha cesado de construirse a sí misma y está embarcada en un proceso que la desencaja, la deforma, la transforma y la transfigura y eso es “el viaje que nunca termina” que Lowry postuló.
Es decir, usando su libertad, ese ‘bicho’ es rebelde y desobedece, no se deja constreñir por su esencia y fuerza las cosas para ir más allá, hasta el límite, para destruirse y transfigurarse. El verdadero creador es aquel que también es destructor. Renuncia a las convenciones, a la repetición y mira, con sus ojos azules, el delirio…
El Cónsul es un ser que está siendo haciéndose, un ser en devenir que sueña y desea un mundo con otros seres y otras relaciones… aunque eso le cueste, entre otras cosas, la felicidad y la vida…
“¡Ah, Yvonne, amor mío, perdóname! Potentes manos lo alzaban. Abriendo los ojos, miró hacia abajo esperando hallar a sus pies la espléndida selva, las cumbres, el ‘Pico de Orizaba’, la Malinche, el ‘Cofre de Perote’, semejantes a aquellas cimas de su vida, conquistadas una tras otra, antes de lograr con éxito este supremo ascenso, si bien de modo poco convencional. Pero no había nada: ni cumbres ni vida ni ascenso. Ni tampoco era esta su cúspide, una cúspide exactamente: no tenía sustancia, no tenía bases firmes. También esto, fuera lo que fuese, se desmoronaba…” (Bajo el volcán, Capítulo XII).
FG
Quauhnáhuac
31.03.19
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