Ilustración: obra de Marcelo Teixeira
Desde hacía muchos años, en realidad desde que su padre desapareció en el Himalaya y, después, cuando todavía era virgen y vivía con los Taskerson, aquellos saludables y robustos muchachos que tomaban cerveza por barriles y devoraban trozos de panza de cordero frita y embutidos de sangre llamados “negros”, para salir enseguida a caminar, furiosos, kilómetros y kilómetros. O luego, durante la guerra, cuando navegaba en el Samaritan, un vapor que había zarpado de Shangai con rumbo a Newcastel cargado de mercurio, antimonio y wolfram y que siguiendo una ruta asaz extraña se encontraba muy al norte esperando a que emergiera el submarino. A pesar de que en esa ocasión todo parecía bajo control porque lograron hacerles creer que se trataba de un buque mercante sin armas hasta que la tripulación del submarino iba a abordarlo. Justo en ese momento cambió de condición y el vapor se convirtió en un dragón que escupía fuego y que dejó al indefenso submarino ardiendo “como cigarro encendido en la vasta superficie del Pacífico”. Desde entonces, digo, Geoffrey se encontraba ya en el laberinto del que no podría salir sino sólo a través de un último acto de magia: despertando!
Ahora, a la una de la tarde del dos de noviembre de mil novecientos treinta y ocho, y mientras esperaba la salida del camión a Tomalín, estaba entrando en la Cantina Terminal El Bosque: “Señora Gregorio, dijo en voz baja, aunque con modulación impaciente y agonizante en su voz. Le había sido difícil encontrar su propia voz; con urgencia precisaba otra copa”, una copa de tequila que la señora Gregorio le sirvió diligentemente mientras le aconsejaba: “debes aceptar las cosas como vienen. No tiene remedio... Yo era una muchacha rechula de mi pueblo –dijo–. Esto –y lanzó una mirada despectiva en torno a la oscura cantinucha– nunca estuvo en mi cabeza. La vida cambia, ¿sabes?” Le faltaban seis horas para abrir la última puerta de su laberinto y estaba aprendiendo a aceptar las cosas como vienen, incluida la dificultad de hallar su propia voz. Además le había costado indecible sufrimiento, le estaba costando, según podemos leer en su bitácora de viaje mientras iba navegando a través de arduos estrechos y densos bancos de niebla por las islas de su mente. Porque él, todo él, en cuerpo y alma, se había convertido en un laberinto dentro del laberinto. Dicho de otro modo, era ya absolutamente incapaz de seguir repitiendo todo ese virtuosismo burgués que tanto aborrecía: “lee la historia. Vuelve mil años atrás. ¿De qué sirve intervenir en su curso inservible y estúpido? Semejante a una barranca atestada de desechos que serpea a través de las edades y desaparece...”
FG
Quauhnáhuac
03.03.18
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