Quisiera sugerir finalmente que, dejando a un lado las consideraciones sobre su obra, Malcolm Lowry fue también otro tipo muy distinto de genio: el verdadero inocente, el bufón de Dios, el hombre que quiere simplemente y con todo el corazón ser bueno. No intento sugerir que haya sido un santo. En absoluto: cuando estaba en sus períodos depresivos, podía ser cruel, incluso peligroso. Ni que era un simple tonto: porque su inteligencia era elevada y sutil. Ni un eterno bufón: porque podía ser soberbio. Quiero decir que fue un hombre de simple y acrítica buena voluntad. Le atribuía la mejor parte de la razón a los demás –al menos hasta que lo defraudaban. Casi todo lo que tocó se volvió confuso, pero habría preferido hacer bien las cosas para complacer a los demás. Era una molestia, una desgracia, un peso constante para quienes se ocuparon de él. Podía caer con frecuencia en la autocompasión. Podía tomar poses trágicas que al principio divertían y luego fastidiaban. En pocas palabras, podía ser imposible. Pero siempre debemos escucharlo decir, con una sonrisa socarrona, “no me tomes muy en serio”. Fue, hay que recordarlo, un hombre encantador a pesar de (o quizá a causa de) sus muchos defectos.
Douglas Day. Malcolm Lowry, una biografía. FCE. México, D. F. 1983