Estas fotos fueron tomadas todas desde el balcón de mi
casa, situada en una loma de Cuernavaca con vista a los cerros de Tepoztlán y
los volcanes Popocatepetl e Iztaccihuatl, con una pequeña cámara digital cannon
Shot SD 400ELPH de 5 pixeles y nunca
pretendieron ser exhibidas.
Desde que me
instalé, hace 40 años, en Cuernavaca, en un exilio obligado por la dictadura de
Pinochet, he estado a la distancia de 100 kilómetros del volcán Popocatepetl,
prendada, rendida a sus encantos cambiantes, inesperados, siempre mágicos.
Cuando la
atmósfera aún era diáfana, jugábamos a las escondidas en la topografía de
barrancas, lomas y recovecos de la ciudad.
Aparecía a la vista en algunas
calles y se ocultaba en otras, a menudo
nevado contra el cielo azul. Me cansé de
ese juego y emigré a una zona alta para tener
el privilegio de observar, sin obstáculos,
al gigante que vigila los valles en sus
enormes territorios.
A medida que
el tiempo pasa y se urbanizan los espacios, un velo de neblina y smog nos priva
durante muchas horas del día de su presencia.
Me he obligado a contemplar los amaneceres para ver su figura emerger de
las sombras de la noche hacia la luz de la mañana, en tonos fríos o cálidos,
con brillos deslumbrantes en matices rojos, naranjas, amarillos, marrones, mezclados con los tonos
de un cielo a esas horas todavía limpio, con el sol girando a su alrededor en
el cambio de estaciones y su humareda cotidiana en columnas rectas en dirección vertical u horizontal, surgidas
con fuerza inaudita del fondo de su vientre, o en arabescos que juguetean con
el viento.
Gabriela
Videla González
Cuernavaca, Morelos
Noviembre de 2014
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